Ritos ancestrales y leyendas fantásticas brotan en cada rincón del único país de África que no ha estado sometido a la colonización occidental, un imperio que arranca en el siglo I en Axum y que se prolonga, 225 gobernantes después, hasta 1974, con la caída del inefable Haile Selassie, fuente de inspiración para rastafaris de todo el mundo. Con estos mimbres, adornados por una tradición cristiana muy profunda, se conforma este vasto y abigarrado destino, que muestra unas bellezas naturales imponentes y un enrome interés cultural.
Makeda, la mítica reina de Saba, había oído hablar del no menos proverbial rey Salomón y quiso conocerlo en persona. El viaje hasta Jerusalén con todo su séquito duró lo suyo, pero la estancia mereció la pena. El monarca judío agasajó a la visitante con todo el oropel que tuvo a mano. Entre sus intenciones tampoco podía ocultar un vivo deseo de yacer con semejante hembra, pero ella se resistía. La noche anterior a su partida le tendió una pequeña y desesperada trampa. La retó a no tocar ningún objeto del palacio o también tendría que tocarle a él. Aquella madrugada hacía mucho calor y la cena había sido maliciosamente salpimentada. Alguien dejó un vaso de agua cerca del lecho, tentador como una manzana. Fue su perdición.
La dama regresó a su reino con un anillo de obsequio y una semilla en su vientre. Años más tarde, el insigne descendiente se presentó en la corte de Salomón luciendo la joya en el dedo. Era el salvoconducto. El rey adoptó e instruyó durante un tiempo a su vástago —Menelik I, futuro rey de Etiopía— hasta que éste se sintió preparado para gobernar. Entonces le envió de nuevo con su madre acompañado de una reliquia protectora muy especial: el Arca de la Alianza. El cofre que guarda las Tablas de la Ley se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de Sión, en Axum, aunque nadie lo ha visto, salvo el clérigo custodio del templo.
Quimera o no, lo cierto es que los etíopes se sienten herederos directos del hijo de David. Así lo cuenta al menos su venerado libro Kebre Negest y, de hecho, el León de Judá figuró en la bandera nacional hasta el fin de Haile Selassie (imprescindible el libro de Ryszard Kapuściński, El emperador, sobre el controvertido personaje). Las teorías sobre el posible paradero del arca son de lo más variopintas. En cuanto el reino de Saba, no se conoce exactamente si estuvo radicado en el sur de la península Arábiga o en el norte de lo que, en tiempos de la II Guerra Mundial, cuando fue ocupada por las tropas de Mussolini, se denominó Abisinia. De todas formas, para qué vamos a estropear una buena historia.
ADÍS ABEBA
Un país tan grande como España y Francia juntos no se recorre ni en dos días ni en una semana, pero los viajes de incentivo al uso tampoco se suelen estirar más. Casi inevitablemente, la puerta de entrada es la capital, Adís Abeba, una metrópoli sin grandes atractivos, pero que se deja ver. Ethiopian Airlines opera vuelos directos desde Madrid con el moderno B787 Dreamliner desde el pasado mes de noviembre. Es interesante hacer el tramo internacional con esta compañía porque da derecho a importantes descuentos en las rutas domésticas.
Al nombrar Etiopía, muchos se imaginan un secarral paupérrimo y lleno de moscas. Es pobre, sí, y malvive con una economía de subsistencia muy básica, pero casi toda la parte septentrional está formada por un macizo a más de 1.500 m de altura, con picos de vértigo, hondos cañones, extensas praderas verdes y eucaliptos a mansalva (demasiados, quizá). Hay ganado en abundancia —algo escuálido, es cierto— y cultivos por doquier, especialmente de café, uno de los productos de referencia y con todo un ceremonial aparejado. Mosquitos, pocos.
En este contexto, la “Nueva Flor” —traducción literal del nombre de Adís Abeba en amariña, la lengua oficial, de origen semítico— se yergue como la cuarta capital del mundo en altitud, con sus 2.300 m, tan solo por detrás de La Paz, Quito y Bogotá. También es como la Bruselas del continente, salvando las distancias, sede de embajadas y de la Unión Africana. Y todo ello a pesar de su aire destartalado y caótico, de su ritmo pausado y de sus acusados contrastes.
La dos líneas del tranvía, limpio y moderno, permiten moverse por los principales puntos de interés de una manera rápida, teniendo en cuenta la magnitud de los atascos que se forman, sobre todo en los aledaños de Meskel Square. Por cierto, cuidado por aquí con los descuideros. Las grandes cadenas internacionales, como Hilton o Sheraton, están presentes en esta zona, muy cerca del palacio nacional, que no permite el acceso a turistas.
Mejor dirigirse hacia norte, donde se encuentra la catedral Bete Georgis (San Jorge), el patrón de Etiopía, que atrae a cientos de devotos los domingos. Es todo un espectáculo verles entonar sus cánticos dirigidos, enfundados en sus túnicas blancas, ocupando los bellos jardines que rodean la iglesia neoclásica de planta octagonal. El otro gran templo de la ciudad es la catedral Kiddist Selassie (Santísima Trinidad), donde reposan héroes, mártires y emperadores, incluido el último de ellos. Dicen que los comunistas del Derg, que gobernaron con mano de hierro hasta 1987, lo tuvieron antes enterrado bajo un retrete del palacio.
Precisamente, este periodo es el que recuerda el Museo de los Mártires del Terror Rojo. Escalofriante donde los haya, y no solo por la exposición de restos y calaveras procedentes de las fosas comunes del sanguinario régimen de Mengistu Haile Mariam, condenado a muerte en rebeldía por genocidio y exiliado desde hace un par de décadas en Zimbabue con su amigo Robert Mugabe. Hablando de huesos, en el Museo Arqueológico Nacional tienen el esqueleto de «Lucy», el homínido erguido más antiguo encontrado hasta la fecha, con 3,5 millones de años. Se puede ver una réplica, porque el auténtico está a buen recaudo en una caja fuerte.
Para terminar con la capital, un par de recomendaciones. Una es el Merkato. Dicen que es el mercado al aire libre más extenso de África, un auténtico hormiguero, vibrante y auténtico, donde los blancos aún parecen bichos raros. Otra es la colina de Entoto, que domina toda la ciudad, el lugar donde Menelik II construyó su primera capital. Además de las extraordinarias vistas a 3.350 m de altura, se puede dar una vuelta por el parque de Bob Marley, donde miles de rastafaris de todo el mundo se congregaron en 2005 para celebrar el 60 aniversario del nacimiento del icono del reggae.
GONDAR
Resulta difícil elegir un rumbo cuando se tiene poco tiempo en un país con ocho lugares Patrimonio de la Humanidad y diez parques nacionales que suman el territorio de Bélgica, con ciudades como Harar, la histórica ciudad musulmana, o rincones tan marcianos como el desierto de Danakil, la depresión más calurosa del planeta, sin contar las fascinantes culturas de las tribus del sur o los safaris para disfrutar de los Big 5. Lo más habitual es tirar hacia Lalibela, lo que más vende turísticamente, y no es para menos. Sus iglesias soterradas, protegidas por la Unesco desde 1978, son únicas en el mundo.
Otra posibilidad es coger la ruta del norte, cruzar la garganta del Nilo Azul, bordear el lago Tana y seguir hasta Gondar. En transporte público son 15 horitas de nada, solo apto para los que buscan una verdadera inmersión local, incluida la música y las pelis autóctonas a todo meter que «amenizan» el periplo de principio a fin.
La ciudad amurallada que fue segunda capital del imperio Axum durante dos siglos, conocida también como el Camelot de África, es otro de los lugares catalogados como Patrimonio de la Humanidad. Sus seis imponentes castillos de estilo europeo, con influencias indias y portuguesas, lo merecen. El recinto real, con sus 70.000 m2 y 12 puertas, alberga además lo que fuera el archivo, el auditorio de música, los establos, los baños turcos y el salón de banquetes. El palacio de Fasilidas, fundador del enclave, es el que mejor se conserva. Los demás aguantaron peor el saqueo de los mahdistas sudaneses del siglo XIX y los bombardeos británicos de 1941 para liberar al país de la invasión italiana.
Por el mismo precio de la entrada y cogiendo un tuk tuk —que aquí llaman bajaj—, en dos o tres minutos se accede a los baños del emperador Fasilidas. El lugar es un poco como de cuento, con esas raíces entrelazadas, como si fueran a salir corriendo, que marcan el perímetro de la gran piscina rectangular y su torreón central. Lo ideal es asistir a la fiesta de la Epifanía (Timket), del 18 al 20 de enero, cuando miles de lugareños acuden a purificarse tras llenar de agua el estanque. Son tres días de fiesta marcados por el ruido ensordecedor de los tambores.
Para entender la religiosidad ortodoxa de un país que, por otra parte, muestra una envidiable tolerancia con los demás credos (teniendo en cuenta que los musulmanes son casi tantos como los cristianos), vale la pena acercarse al monasterio de Debre Birhan Selassie, en la parte alta de la ciudad, de esos sitios donde uno parece estar un poquito más cerca de dios. Los frescos medievales de sus paredes son de los mejores que se pueden encontrar, entre ellos los que representan a unos inquietantes querubines mirando en todas las direcciones.
PARQUE NACIONAL DE SIMIEN
Gondar se encuentra a los pies de una majestuosa cordillera que ha estado en peligro muchos años debido a la deforestación y a la caza furtiva, pero que gracias a la intervención del Gobierno —con la declaración de Parque Nacional—, a la ayuda exterior y a la protección de la Unesco, está consiguiendo recuperarse.
La carretera circundante que están construyendo puede aliviar también la presión humana, aunque muchos pobladores han sido realojados y otros, como los falashas (judíos etíopes), fueron evacuados a Israel en los años ochenta, tras una más que polémica operación orquestada por el Gobierno de Tel Aviv y apoyada, cómo no, por Washington. Hasta que terminen las obras hay que circular por retorcidas pistas de tierra trufadas de baches que discurren bajo la atenta mirada de varios cuatro miles, entre ellos el pico más alto de Etiopía y cuarto de África, el Ras Dashen, con sus 4.620 m.
Quedan muy pobres las palabras para explicar la belleza del paisaje. Hay lugares, como la cascada de Jinbar, que son extraordinarios aún cuando no hay agua. Y da vértigo contemplar a los habitantes de la zona bajando por riscos imposibles. Por aportar algún dato más prosaico, el parque da cobijo a tres de los siete grandes mamíferos endémicos de Etiopía: el íbex de Abisinia, el chacal de Simien y el babuino Gelada. Es fácil ver colonias de esta última especie campando a sus anchas por las praderas salpicadas de lobelias, a veces armando un buen jaleo.
Desde luego, el lugar es como plantearse un trekking de varios días, pero una excursión en 4×4 hasta Chenek tampoco es para despreciarla. Desde Simien Lodge, que se anuncia como el más alto de África, se pueden realizar muchas actividades, y están abriendo más alojamientos de este tipo. Eso sí, por imposición de la autoridad, los visitantes tienen que ir necesariamente acompañados de un guarda armado con un obsoleto fusil de una sola bala. Aunque su función sea más decorativa que otra cosa, al menos proporciona algo de trabajo en la zona.
BAHAR DAR
De regreso a Adís Abeba, otra parada obligatoria la constituye el lago Tana. El centro neurálgico para explorarlo es la ciudad de Bahar Dar, capital de la región de Amara, que llama la atención por un ordenamiento con cierto criterio urbanístico. Algo es algo. Aparte del mercado al aire libre, donde son típicos los agelgils, una especie de fiambreras de cuero, y la colina de Bazawit, con sus estupendas vistas, lo que procede aquí es embarcarse a conocer las islas donde moran pequeñas iglesias y monasterios, eso sí, de pago, que los monjes no son tontos. Atención que en algunos de ellos las mujeres tienen prohibida la entrada. Eso les pasa por haber mordido la manzana, según la tradición ortodoxa etíope.
Tana ocupa el tercer lugar del continente por extensión, tras Victoria y Tanganika. Bien mirado, su silueta recuerda a un corazón. Los domingos hay un transbordador que permite cruzarlo de sur a norte, aunque para los turistas son mejores las lanchas, porque tocan los puntos de mayor interés. También se pueden ver tankwas, las ancestrales embarcaciones fabricadas con papiro y bambú. Según parece, su vida útil es de 2 o 3 semanas, así que cuidado con la fecha de caducidad.
En las 37 islas se pueden encontrar hasta 20 templos únicos, muchos de ellos del siglo XIII y XIV. Por su aislamiento y difícil acceso, sirvieron de refugio ante el avance islámico y guardan valiosas pinturas y tesoros. El más famoso de todos es el de Ura Kidane Mihret, en la península de Zeghe, al que se llega tras una pequeña caminata desde la escollera atravesando un manglar. Todos ellos están llenos de historias milagrosas y leyendas, así que más vale ir documentado con una buena guía para sacarle todo el juguillo.
En la «joya de Etiopía» confluyen unos 60 ríos. El más famoso y grande de todos es el Nilo Azul, cuyas fuentes son consideradas un lugar sagrado. Es más factible visitar las cataratas, conocidas por los amariñas como Tis Abay, a unos 30 km por carretera de Bahar Dar. En sus buenos tiempos la caída, de 45 m, era muy espectacular y el estrépito del agua se oía desde un kilómetro, pero la construcción de una central hidroeléctrica en la zona ha mermado mucho su caudal. En cualquier caso, merece la pena, aunque no tanto como aquella mítica expedición de la reina de Saba a Jerusalén.
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