Existe un tópico comúnmente aceptado que señala a Menorca como un paraíso de viento y piedra. Sin duda son dos elementos germinales de su fisonomía, pero la hermana mediana de las Baleares es mucho más. El destino mantiene a raya las presiones urbanísticas para preservar su privilegiado medio natural y ofrecer una experiencia de calma y comunión con el entorno difíciles de igualar. Su gusto por la cultura, la artesanía y la gastronomía, así como sus valiosos vestigios prehistóricos terminan de redondear una propuesta que pone el acento en la calidad.
A pesar de las reducidas dimensiones de Menorca, que se puede atravesar de punta a punta en menos de una hora en coche, una de las primeras cosas que llaman la atención de la isla es el contraste entre el norte y el sur, zonas a las que los menorquines se refieren respectivamente como Tramuntana y Migjorn. La primera, sometida a la humedad y al empuje del viento, a veces feroz, difiere de la parte meridional, resguardada gracias al relieve de la parte septentrional, con un clima más cálido. Los orígenes geológicos de ambas son distintos y eso nota, por ejemplo en las playas. Las del norte suelen tener una tonalidad oscura debido a una mayor presencia de la pizarra. El aspecto de las del sur es más mediterráneo, con suelos y arenas calcáreas que les aportan una tonalidad clara.
Uno de los consejos que el visitante recibe nada más llegar es que si sopla tramuntana hay que ir a bañarse al sur y si es migjorn el que lo hace, es una buena ocasión para buscar alguna de las calas del norte. Los que van contracorriente obvian esta regla básica. Por un lado, lo más probable es que se encuentren la mar picada y una bandera roja en las playas que están vigiladas. A cambio, gozarán de paisajes increíbles casi sin “contaminación humana”. Esta circunstancia también viene favorecida por el hecho que algunas calas son accesibles a través de senderos. Es decir, hay que caminar, y eso no le gusta a todo el mundo. Además, los chiringuitos y las tumbonas brillan por su ausencia.
De costa a costa
Las costas reflejan también la polaridad. Las del norte son abruptas y rocosas, con playas de piedras y altos cantiles sobre aguas revueltas. El sur está formado por un talud plano y relativamente regular con numerosas calas de fina arena blanca, salpicadas por barrancos y protegidas por bosques de pinos carrascos y acebuches, las dos especies estrella de la isla junto con las matas de lentisco.
Por cierto, una de las actividades memorables que no hay que perderse es recorrer en barco esta parte para acercarse a lugares tan idílicos como Macarella, Macarelleta o Turqueta, en dirección al arenal de Son Saura; o las calas de Mitjana, Trebalúger, Fustam y Escorxada, hacia el otro lado, hasta llegar hasta la playa de Binigaus. Aquí, como en toda la isla, no hay una norma específica para el nudismo. El que quiere lo practica sin más. No es necesario ocupar un espacio específico para ello.
Muchos de los barcos salen del puerto de Cala Galdana, quizá la playa más popular de la isla. Los grandes tienen un horario fijo para dejar a sus pasajes en determinadas playas, otros ejercen como water taxis y también se alquilan pequeñas barcas a motor que pilota el propio usuario, sin necesidad de patrón. Para pequeños grupos se pueden chartear barcos. Las opciones más personalizadas dan mucho juego para explorar cuevas o bañarse donde al cuerpo le apetezca, en medio de aguas transparentes. Una gozada. También para divisar los numerosos refugios de la guerra civil que aún se conservan, algunos de los cuales han sido reconvertidos en alojamientos, además de cuevas prehistóricas que hasta hace poco tiempo eran usadas por los locales como improvisadas residencias de verano.
La navegación siempre es una delicia, pero también tiene su lado oscuro. Este verano, la flota de embarcaciones turísticas ha sido quizá más numerosa que nunca. Debido a la pandemia, muchos visitantes han optado por hacer burbuja con sus amigos y familiares en un barco, una forma de mantener las distancias y llegar fácilmente hasta calas recónditas. Los más descuidados o menos informados sueltan el ancla en el primer lugar que se les ocurre, sin comprobar si existen posidonias en el fondo.
Grave error, porque esta planta protegida, abundante en Menorca, es todo un pulmón para el ecosistema. No solo previene contra la desaparición de la arena de las playas, sino que crea zonas de producción de oxígeno que funcionan además como sistema natural de filtración del agua marina. Gracias a estas colonias, que no son del agrado de algunos turistas, es posible disfrutar de esos fondos limpios y transparentes, tan apreciados por todos.
Reserva natural
La conservación medioambiental es un tema prioritario para los menorquines. No hay que olvidar que la isla es Reserva de la Biosfera desde 1993. Entre los espacios singulares protegidos destacan la Albufera des Grau, al norte de Mahón, comunicada con el mar a través de una garganta entre dunas de litoral; la isla de Colom, muy singular desde el punto de vista botánico; la costa norte y sur de Ciudadela, donde desembocan bravos torrentes; el barranco de Atalís, al oeste de la playa de Son Bou; o los macizos de El Toro y de Santa Águeda; además de los cabos de Favàritx, la Mola de Fornells, Cavalleria y Punta Nati. Y de un sitio a otro, kilómetros y kilómetros de pared seca, los característicos muretes sin argamasa que delimitan las haciendas y conforman la fisonomía de la isla.
Una de las iniciativas más interesantes para los que disfrutan andando es la recuperación del antiguo Camí de Cavalls, una red de senderos que discurren a lo largo del litoral y que circunvalan toda la isla. El recorrido GR223, bien indicado por señales y estacas de madera, toma como base las vías que utilizaban las caballerías desde el siglo XIV, principalmente para proteger a la población de posibles invasiones y facilitar la comunicación entre las torres vigía. A pesar de que discurre por terrenos privados en muchos tramos, los propietarios tienen la obligación de mantenerlo despejado.
Aunque resulta de lo más tentador recorrer a pie las 20 etapas de sus 183 km en los 10 días que sugiere la magnífica guía editada por el Consell Insular, basta con hacer una o dos jornadas para disfrutar del senderismo a lo grande entre magníficos paisajes, si es posible evitando los rigores del sol de agosto. Al ser circular, se puede empezar desde cualquier punto. Elegir el tramo más adecuado a cada perfil es cuestión de estudiar bien el itinerario o recurrir a las empresas especializadas, que ofrecen todo tipo de alternativas, incluidas la bici o el caballo. Sin duda, una de las actividades para grupos de las que dejan poso.
Menorca talayótica
A los indudables e irresistibles atractivos naturales de Menorca, hay que añadir todo el legado de una historia azarosa por la que han pasado romanos, cristianos, árabes, algún que otro saqueo cruel, especialmente el de los turcos a mediados del siglo XVI, y hasta una ocupación de los ingleses que se prolongó casi un siglo en dos periodos separados por la breve dominación francesa. Desde luego, sus caminos, sus calles y sus pueblos tienen mucho que contar.
Pero la huella más interesante viene de mucho más atrás, hacia el año 2.300 a.C., el periodo que aquí se conoce como Menorca Talayótica, candidata a Patrimonio Mundial de la Unesco. Toma el nombre de los talayots, las características construcciones en forma de torre para controlar el territorio de esta peculiar cultura.
Aunque se pueden encontrar también vestigios en Mallorca, los de Menorca presentan elementos absolutamente únicos. Tal es el caso de las navetas, unos curiosos monumentos funerarios colectivos con aspecto similar al casco de una barca puesta del revés. Hasta tal punto, que la singular Naveta des Tudons, a pocos minutos en coche de Ciudadela, se ha convertido en el principal icono de la isla.
Lo mejor es visitar alguno de estos poblados al atardecer, cuando el cálido sol resalta la belleza de las piedras. Cada uno tiene su peculiaridad. El de Talatí de Dalt, por ejemplo, alberga una taula muy particular, ya que se presenta con una columna caída descansando sobre ella. La función de este tipo de construcciones, con dos grandes losas formando una T gigante, divide un poco a los expertos, aunque la mayoría le atribuye usos rituales.
Uno de los mejor conservados y más extensos es el de Torre d’en Galmés, con restos de murallas, tres impresionantes talayots y barrios bien delimitados. El de Torralba d’en Salort es muy espectacular y sigue proporcionando hallazgos arqueológicos importantes. En fin, todo un mundo para explorar con tiempo, porque según algunas estimaciones existen unos 1.500 yacimientos prehistóricos en la isla.
Ciudadela y Mahón
Dando un salto hacia la época contemporánea, la polaridad de Menorca entre norte y sur también es patente entre el oeste, donde se ubica Ciudadela, la antigua capital, y el este, que acoge a Mahón, la actual. Apenas 40 kilómetros separan la dos principales urbes, marineras ambas, pero con un carácter muy diferente. Si la primera mantiene todo el sabor de las antiguas ciudadelas mediterráneas, la segunda no puede ocultar su sello británico.
Desde una concepción un tanto reduccionista, Ciudadela vendría a representar la solera aristocrática y el apego a las tradiciones, mientras que Mahón muestra un músculo más acorde con los tiempos como capital administrativa, en parte por la potencia comercial de su magnífico puerto, aunque con un marcado carácter colonial. Algunos señalan que su capacidad estratégica es comparable a la de Pearl Harbour. Cierto o no, su larga bahía, de más de 5 km, ha sido objeto de deseo de personajes como el despiadado Barbarroja.
Partiendo de la plaza de S’Esplanada, centro de parada de taxis y líneas de autobús, y tras recorrer algunas calles comerciales, repletas de bares, restaurantes, heladerías y tiendas de zapatos, ropa y bisutería, se llega al casco histórico, muy agradable para recorrer sin prisa, con alguna que otra parada, como el bastión de Sant Roc, la iglesia de Santa María, el Ayuntamiento, el teatro Principal o el convento de San Francisco. Un buen sitio para reponer fuerzas es el popular Mercado de Pescados, que data de 1927, con puestos en torno al patio para elegir tapas, al estilo vasco. Otro punto ineludible es el mirador que se encuentra a un costado del claustro del Carme, hoy convertido también en mercado, magnífica atalaya justo encima de la Costa de ses Voltes, la sinuosa calle que baja hasta el puerto.
El contrapunto, en el otro extremo de la isla, lo ofrece Ciudadela, más monumental que la capital, y no solo por sus imponentes palacetes. El alma de la localidad es la señorial plaza des Born, con su bello balcón asomado sobre el puerto, el Ayuntamiento y sus arcos restaurados, el neoclásico Teatro Principal, el veterano Cercle Artistic y varios palacios urbanos de corte nobiliario, como los de las familias Torre Saura, Salord o Vivó, todos ellos en torno a un obelisco colocado en el s. XIX y que recuerda lo que los menorquines refieren como S’any de sa desgracia, el infausto 1558, cuando los turcos arrasaron completamente la ciudad.
La plaza es además escenario de los desfiles de caballos más concurridos de las fiestas de San Juan, conocidos como caragols, o caracoleos, ejecutados por jinetes perfectamente engalanados que hacen saltar a los animales al ritmo de la música. También realizan ejercicios de reminiscencias medievales, como ensartar un aro con el asta, galopar agarrados por el brazo a otro jinete o romper máscaras sostenidas por un caballero. La celebración es muy espectacular. Los protagonistas son también los caixers, que representan los distintos estamentos sociales de antaño.
Al margen de los dos mayores núcleos urbanos, la esencia de Menorca se encuentra en pueblos de impronta marinera como Fornells, a la entrada de una profunda bahía al norte de la isla. Es un lugar fantástico donde plantar la base de operaciones para explorar el territorio y también el mejor sitio para degustar el plato local por excelencia: la caldereta de langosta. Hay quien dice, sin embargo, que emplear semejante delicia en un guiso es como mezclar un whisky de doce años pura malta con coca-cola para hacerse un cubata. Desde luego, malo no está, solo faltaba.
A pocos kilómetros de Fornells se encuentra Es Mercadal, casi en el centro geográfico, atravesado por la carretera principal, la ME1, que une Ciudadela con Mahón, un punto ineludible para moverse de un lado a otro. En lugar de pasar de largo, alguna vez merece la pena detenerse a saborear el ritmo de vida de los pueblos de interior. En este caso, también para subir al mirador de El Toro, el monte más alto de Menorca, con sus 358 metros, donde se alza un santuario, desde donde contemplar magníficas vistas de la isla entera.
Al bajar a Es Mercadal es casi obligado comprar una ensaimada en un clásico como Can Pons, que ofrece variantes realmente curiosas, como la de sobrasada, la de requesón o la de turrón de Jijona. El pueblo es famoso además por sus quesos con denominación de origen, otro de esos productos autóctonos que no hay que perderse, sin olvidar la popular pomada, la limonada con ginebra de la tierra, un espirituoso elaborado de forma tradicional, del que Xoriguer es el principal referente.
Para los que necesitan alimentar también el espíritu, Menorca también ofrece interesantes novedades. Es el caso de la Isla del Rey, a diez minutos en ferry desde Mahón. Además de la recuperación del hospital naval construido por los ingleses a principios del s. XIII, gracias a una fundación constituida en 2005 por un grupo de voluntarios internacionales, el gran reclamo es la inversión realizada por la galería suiza Hauser & Wirth, que ha creado un espacio para exposiciones internacionales en medio de un jardín diseñado por Piet Oudolf, el mismo de la High Lane neoyorquina.
En la isla hay muchos más oportunidades para el ocio, desde la cueva de Xoroi y su ancestral leyenda del moro que raptó a una joven de Alaior, transformada hoy en un llamativo bar y discoteca junto al acantilado; hasta la propuesta de Lithica, antigua cantera que actualmente ofrece espacios para espectáculos y actividades culturales en un entorno esculpido en roca verdaderamente singular; o la península de La Mola, con la fortaleza de Isabel II, el punto más oriental de España. Todo es cuestión de tiempo y, sobre todo, de actitud, dos variables para viajar de otra manera. Menorca es el edén del turista tranquilo. Pero, que no se entere nadie.