Los volcanes, el océano y los vientos alisios han configurado el paisaje del archipiélago portugués de las Azores, nueve islas en medio del Atlántico que sorprenden por la pureza de su aire y por sus colores, del verde de sus prados al azul de las hortensias, que contrasta con el tono oscuro de las rocas volcánicas. Terceira, Faial y São Miguel, las islas más visitadas, son una invitación a descubrir historias de los antiguos balleneros y recorrer campos de té únicos en Europa, a medio camino entre este continente y América.
Tierra de marineros, de vino, de viento y de caldeiras producidas por la actividad volcánica… Esa es la etiqueta habitual de las islas Azores, un archipiélago portugués que flota entre Europa y América y que algunos quisieron identificar con la Atlántida. En el siglo XV todas las islas habían sido ya descubiertas, en una época en que portugueses y españoles se repartían el poder. Hoy, el archipiélago es famoso por su anticiclón en un destino que no es precisamente tropical, sino más parecido al que podríamos encontrarnos en Islandia, con volcanes y playas de arena negra.
El corazón de este archipiélago es de basalto por su origen volcánico, con inmensos cráteres formados tras las explosiones. Debido a ello, la mayor parte de sus costas están repletas de acantilados negros y abruptos, que a veces dan lugar a fantásticas piscinas naturales. En el interior, sin embargo, impera el color verde de una flora autóctona original que los habitantes tratan de conservar a toda costa.
Terceira, la isla malva
Terceira, la isla más al este de las cinco que componen el grupo central del archipiélago, fue la tercera en ser detectada. Su capital, Angra do Heroísmo, recuerda el pasado colonial de un enclave que fue considerado en el siglo XV la primera ciudad moderna del Atlántico. Protegida sobre dos bahías por las colinas próximas y el extinguido volcán del Monte Brasil, Angra era el puerto perfecto para que anclaran galeones y carabelas por sus aguas profundas, resguardadas de todos los vientos, excepto los del sudeste.
Durante más de un siglo esta ciudad se convirtió en parada obligatoria para los barcos cargados con el oro y la plata de América, las especias y los tesoros de Oriente. Lo defendía un poderoso entramado fortificado que encabezaba el Castelo de São Filipe, una de las mayores fortalezas construidas por los españoles, edificada por orden de Felipe II a principios del siglo XVI con 5 kilómetros de murallas y más de 400 piezas de artillería.
Esa ubicación privilegiada, abierta hacia el mar como si fuera un anfiteatro, se refleja en su centro histórico, catalogado como Patrimonio Mundial de la Unesco desde 1983, tres años después de un devastador terremoto que azotó la ciudad. El paseo puede comenzar en la Praça Velha, corazón del casco viejo, con el Ayuntamiento, la cercana iglesia de San Ignacio de Loyola y el Parque Botánico del Duque de Terceira, con sus hermosas palmeras, magnolios y especies exóticas. Por la cuadrícula rectilínea que conforman las calles y coloridos edificios del centro se llega al puerto junto al que se alza la Iglesia de la Misericordia, antiguo hospital que daba auxilio a los marineros que llegaban a tierra firme.
La misma plaza de la Alfandega donde se encuentra el templo está presidida por una estatua dedicada a Vasco de Gama. Ascendiendo por una de las colinas próximas al parque botánico se alcanza el antiguo convento de San Francisco, del s. XVII, reconvertido en museo para mostrar la historia del archipiélago a través de colecciones de cerámica, muebles, pintura y etnografía. También destaca su hermosa iglesia y una sacristía que luce un magnífico techado de madera policromado.
Durante el paseo por estas calles empedradas es fácil reconocer la catedral, la mayor del archipiélago, iniciada en 1570 sobre las ruinas de la iglesia gótica de São Salvador. Fue terminada casi cincuenta años después y en su interior destaca el frontón de plata del altar del Santísimo, elaborado por artesanos de Angra do Heroísmo, en el siglo XVIII.
A Terceira la consideran la ‘isla malva’ por el color de sus flores, aunque podría ser perfectamente la ‘isla verde’, si no fuera porque este título lo luce la isla de São Miguel. No hay más que acudir a la Serra do Cume y los alrededores de São Sebastião para distinguir este color en la manta de retazos, una amplia llanura interior con terrenos divididos por muros de piedra volcánica donde los ganaderos protegen a sus vacas.
Desde esta bella estampa del campo de Terceira sólo quedan 15 kilómetros hasta llegar al Algar do Carvão, una enorme cavidad muy llamativa por sus bóvedas de lava solidificada en el interior del cráter de un volcán que alberga ahora un lago natural en su interior. Durante la visita de esta chimenea de 90 metros de profundidad formada hace 3.200 años es casi imprescindible llevar ropa de abrigo y un chubasquero para no salir empapado del tour interior de la gruta.
Faial y las ballenas
La isla de Faial, siempre a la sombra del volcán del Pico, en la vecina isla del mismo nombre, surge también en la zona central del archipiélago como un alto obligatorio en el Océano Atlántico —a una distancia similar entre el espacio europeo y el americano— para un gran número de cruceros que atracan en el puerto de Horta, su capital. El puerto deportivo sigue recibiendo a un gran número de yates y veleros y sus tripulantes continúan la tradición de pintar los muelles con grafitis para pedir la protección divina durante el resto de cada viaje.
Estos navegantes y aventureros son los herederos de los primeros cazadores de ballenas norteamericanos que llegaron en el siglo XIX o de las compañías submarinas que tendían cables submarinos entre los continentes y se citan como antaño en el Peter’s Cafe Sport para degustar platos de marisco y pescado, entregar alguna bandera de las naves, tomar un gin tonic y visitar el Museo de Scrimshaw, que exhibe grabados en huesos y dientes de cachalote con escenas de la vida azoreña y de la familia de Peter.
En realidad ese no era su nombre, pues se llamaba José, pero fue rebautizado por un marino británico que recaló en el puerto durante la II Guerra Mundial. José le trataba tan bien que le pidió llamarle como a su hijo, al que echaba mucho de menos. Hoy, este edificio es una parada obligatoria en el puerto de Horta para conocer la historia de un local que fue frecuentado por aventureros de todo el mundo.
En la actualidad, la Marina de Horta cuenta con una capacidad para 300 embarcaciones y es el cuarto puerto deportivo oceánico más visitado, uno de los más importantes del mundo, con su bandera azul de Europa desde 1987. Cada año se celebran aquí varias regatas internacionales dirigidas a la vela de crucero, como Les Sables–Les Açores, Atlantique Pogo, La Route des Hortensias, ARC Europe y OCC Azores Pursuit Race.
En Horta, una isla de 19,8 km de largo y 14 km de ancho, son también muy clásicas las excursiones de avistamiento de cetáceos. En estas fosas marinas se pueden observar unas 25 especies de estos animales, residentes y migratorios, aunque la colonia más numerosa es la de los cachalotes que pueden medir hasta dieciocho metros y llegar a pesar cincuenta toneladas.
La isla de Faial mantuvo, junto con la del Pico una gran tradición ballenera desde el siglo XVIII, cuando los barcos de las compañías inglesas y americanas hacían escala en sus puertos, hasta 1974, año del cierre de una de las fábricas emblemáticas por el declive de la industria nivel mundial. Es la historia que cuenta la Fábrica de la Ballena en Porto Pim, abierta en 1942, en plena II Guerra Mundial, cuando la exportación del aceite de ballena estaba en su apogeo. En el museo se visitan las calderas de vapor, la plataforma de descuartizamiento, el molino de carnes, el proceso de fabricación de las harinas y un llamativo esqueleto de cachalote.
Todavía resulta más emocionante en la punta oeste de la isla visitar el volcán Capelinhos, surgido de las profundidades del océano en 1957. Situado en la península de Capelo, ha sido el último en rugir en estas islas lusas. El 27 de septiembre de ese año comenzó una gran erupción submarina acompañada de gas y nubes de vapor que llegaron a alcanzar los 4.000 metros. Se formó entonces un primer islote que desapareció después hasta que un segundo islote-volcán quedó unido a Faial por un istmo de lava y de ceniza.
Durante 13 meses, concretamente hasta el 24 de octubre de 1958, el volcán tuvo explosiones submarinas, erupciones, coladas de lava, erupciones y lluvias de ceniza que recubrieron el pueblo de Capelo. Su faro permanece en el lugar como si fuera un espectro testigo de la catástrofe. Desde luego, parece sacado de una película de terror, con el océano al fondo y la oscura tierra que lo rodea, que remarca el carácter dramático de un paisaje realmente único. Esa sensación todavía es mayor al descubrir que al final de la erupción el volcán había agrandado la isla 2,5 kilómetros cuadrados.
Los interesados en profundizar en la historia del Capelinhos pueden visitar su centro de interpretación, que se sitúa bajo los restos del faro, y comparar sus erupciones con las de otros volcanes del mundo. En contraste con la decrépita imagen exterior del faro, este moderno espacio bajo tierra abierto en 2008, uno de los más reconocidos a nivel mundial en el estudio de los volcanes, permite recrear e interpretar mediante el uso de recursos multimedia la erupción del 57 analizando los efectos del fenómeno. Durante el tour se asiste a una película en 3D sobre la formación de la Tierra. También se puede acceder a pie a la parte superior del faro para admirar todo el paisaje volcánico y contemplar las olas del océano Atlántico rompiendo en la costa.
Desde el faro se pueden recorrer varios senderos por los alrededores. Uno de ellos alcanza las zonas más elevadas del volcán, donde nidifica y vuela el charrán común. El camino está protegido con una barandilla de madera. Otro sendero se acerca hasta el antiguo Porto do Comprido, un antiguo puerto ballenero que mantiene su estructura original, con una larga rampa en dirección al mar. Se cuenta que daba trabajo a los mejores arponeros del archipiélago y que en su época de mayor esplendor guardaba una flota de veinte barcos dedicados a la pesca de estos cetáceos.
São Miguel, la isla verde
El tour por las Azores puede terminar en São Miguel, la más grande de todas las islas y también la más poblada. Para todos es la ‘isla verde’, no sólo por sus especies endémicas sino también por las amplias extensiones de campos de té, los únicos de Europa, que se despliegan por el norte y tienen fábrica principal en Chá Gorreana. Estos campos, que se extienden por las colinas y pueden ser recorridos a pie por varios senderos, crean un paisaje de gran belleza que atrae a muchos visitantes.
El té de Azores llegó procedente de Brasil en el siglo XVIII y por su rápida adaptación al clima y al terreno se creció durante años en estado salvaje. En 1874 empezó su fabricación industrial, con tal éxito que en la época de más esplendor hubo hasta 14 fábricas. Actualmente sólo quedan dos. La más importante es la que dirige Madalena Motta, que da trabajo a 67 hombres y 5 mujeres. Su producción anual se acerca a las 40 toneladas, que se exportan principalmente a Alemania y Canadá. Los visitantes pueden disfrutar de un tour gratuito por las instalaciones para observar a los empleados mientras empaquetan las hojas de té para disfrutar y finalmente de una degustación.
Al otro lado de la isla se sitúa Ponta Delgada, la capital, con un toque colonial que adquirió tras el descubrimiento de São Miguel en 1427, un punto de partida ideal para descubrir el resto de la superficie insular. Al oeste se encuentra la imagen más icónica. En Lagoa das Sete Cidades y desde el mirador Vista do Rei se obtiene la fotografía más deseada: la panorámica de las dos lagunas siamesas, una azul y otra verde, que según cuenta la leyenda se crearon con las lágrimas de una princesa y un pastor, cuyos ojos tenían esos colores y que vivieron un amor prohibido. El cercano Lago de Santiago, oculto en el fondo de una poza angosta, es otro atractivo de la zona antes de dirigirse por la vecina costa a Mosteiros para admirar unas hermosas piscinas naturales en sus coladas de lava, muy protegidas de los vientos, y a cuatro islotes rocosos que emergen del mar mágicamente.
En la isla hay otros dos grupos volcánicos alineados con el de Sete Cidades. En el centro los cráteres son menores, pero muy hermosos, como la caldera inundada por Lagoa do Fogo, reserva natural desde 1974. Al este, el macizo de las Furnas, con el lago del mismo nombre, asombra por sus fumarolas activas y sus barros borboteantes con propiedades curativas que ya eran muy famosos en el siglo XVIII. Toda la zona está salpicada de miradores impresionantes como el Pico do Ferro, repleto de flores, o el Salto del Caballo, con vistas que alcanzan el mar, escenarios todos ellos difíciles de borrar de la retina.