¿Es el Gran Canal la calle más bella del mundo? Seguramente. Venecia tiene esa capacidad para pulverizar todo tipo de comparaciones, porque si hay algo que define su esencia y su fisonomía es una singularidad absolutamente radical, sin competencia. Casi siempre en el límite de la sobrecarga turística, que amenaza con hundirla un poquito más, está recuperando rápidamente su esplendor después de la tregua pandémica. La ciudad se juega su futuro a una sola carta: la sostenibilidad.
La ‘Serenissima Repubblica’, la ciudad-estado independiente que escribió buena parte de la historia del Mediterráneo durante un milenio, hasta finales del s. XVIII, fue de todo menos serena. Guerrera, emprendedora, campeona de la virtud y del pecado, proyecta un vendaval de pasiones que ha seducido a Byron, Nietzsche, Thomas Mann, Goethe, Hemingway, Stravinsky, Ezra Pound o Joseph Brodsky, entre otros muchos. También a nuestro Josep Pla, quien dejó escrito que en Venecia “no hay dos formas iguales; todo es azar, ilusión, novedad. No hay nada convencional, y por eso todo es placer, prodigalidad, fantasía y sorpresa”.
El caso es que esa olla a presión empezó a dar síntomas preocupantes mucho antes de la pandemia, debido a la saturación de visitantes que algunos comparan con un parque temático, y no sin cierta razón. Hasta llegaron a instalar tornos para controlar los accesos a ciertas partes del centro. Por ahí circulan oscuros augurios que apuntan que será el turismo masivo lo que acabe con Venecia, y no la subida de las aguas.
Al menos para solventar este último problema cuenta con un sistema de diques mecánicos que la protegen de la temida acqua alta, después de décadas de costosísimas obras. No hace tanto que dieron la vuelta por las televisiones de medio mundo las imágenes de turistas y locales con altas botas de goma para poder moverse por sus anegadas calles. La infraestructura, formada por 78 esclusas móviles instaladas en la boca del puerto de la laguna, ya ha sido probada en alguna ocasión y ha conseguido mantener seca la emblemática plaza de San Marcos. No es para bromas: el siglo pasado la ciudad se hundió 23 centímetros.
En lo que respecta al turismo, desde agosto del año pasado está prohibido que los grandes cruceros pasen por la laguna y los canales que separan el casco histórico de la isla de Giudecca. Tuvo que amenazar la Unesco con retirar la declaración de Patrimonio Mundial para que el Gobierno italiano reaccionase con esta medida. Las pequeñas embarcaciones, de hasta 200 pasajeros, podrán seguir su curso hasta la misma puerta del Palacio Ducal, pero al menos se evita la impactante estampa de esos edificios flotantes —algunos con más de 15 pisos, y miles de personas a bordo— tapando la visión del Campanile.
Dejarse llevar
Es difícil hacer una selección para la visita, siempre irremediablemente corta. Hay nada menos que 148 iglesias, 170 campaniles, 535 palacios, 7.000 chimeneas, 124 islas separadas por 178 ríos internos y 437 puentes repartidos en 6 barrios, conocidos aquí como sestieri. Y todo ello en una superficie de unos 6 km2. El conjunto forma un impresionante dédalo a veces inextricable, si no fuera por los carteles que, de cuando en cuando, indican una vía de escape, como en Matrix.
Para no apabullarse, de entrada lo más recomendable es dejarse llevar, deambular sin rumbo y reconocer el terreno. Cualquier dirección es buena, porque a cada paso aparece un rincón, una plaza (campo), un canal, un pasadizo, un mascarón, un jardín recoleto, un palazzo, una estatua… Aunque bastante caro para los no residentes, el vaporetto es la mejor opción para avanzar con rapidez hacia otros puntos de interés. Para cruzar el Gran Canal de una orilla a otra también están los traguetto, una góndola colectiva que evita desplazarse hasta uno de los cuatro puentes que jalonan la principal arteria acuática.
El del Rialto es todo un icono. Tanto como el carnaval. Imposible obviar está imponente y bellísima infraestructura que desde su construcción, a finales del s. SVI, se convirtió en el sitio de mayor actividad comercial, y que hoy en día sigue concentrando numerosas tiendas a lo largo de los pasos laterales, donde resulta difícil no chocarse en algún momento con un viandante, sobre si es forastero, que suele ir siempre más distraído.
El puente de la Academia es magnífico para disfrutar de una estupenda panorámica de la entrada al canal, con la estampa de la basílica de Santa Maria della Salute al fondo, otro de los emblemas del destino. También para acceder a la Galería de la Academia, donde atesoran lo más granado de la pintura veneciana: Tiziano, Veronés, Tintoretto, Tiépolo, Longui, Giorgone, los Bellini… Imprescindible.
No lejos del puente de los Descalzos, frente a la estación ferroviaria de Santa Lucía, se encuentra el más polémico de todos, el de la Constitución, del ínclito Santiago Calatrava. Estéticamente es irreprochable y aporta un toque vanguardista que contrasta muy bien con el entorno, pero todos los que se han caído en su resbaladiza superficie acristalada, con irregulares escalones en rampa, son menos condescendientes, al igual que las personas con discapacidad. Además del sobrecoste sobre el presupuesto inicial, el Ayuntamiento se ha visto obligado a revestirlo con material antideslizante, restando vistosidad al proyecto inicial del arquitecto valenciano. Al menos se ahorrará unas cuantas denuncias.
San Marcos
Venecia, ese pedazo de tierra que le fue robado al mar, cuenta con un patrón indisolublemente unido a su imaginario colectivo: San Marcos. La representación simbólica del evangelista es un león alado que representa a la ciudad desde que era una república independiente, así como al Véneto, la región donde se encuadra actualmente. Es también el premio del Festival Internacional de Cine, que se celebra en la isla de Lido, a pocos minutos en barco. El santo da nombre a la plaza principal y a la basílica que la preside, un extraordinario templo de estilo bizantino que merece una detenida visita, por mucho que haya que esperar una larga cola.
Si la fachada es arrebatadora, encabezada por las réplicas de los cuatro caballos de bronce —los originales se encuentran en el museo— traídos por el dux Enrico Dandolo tras el épico saqueo de Constantinopla en 1203, el interior cautiva aún más. El envejecido dorado que domina los espectaculares mosaicos de las paredes y las cúpulas, el valioso pavimento que cubre su planta de cruz griega o la llamada Pala de Oro, detrás del altar mayor, una indescriptible muestra de orfebrería, son solo algunas de sus riquezas.
También vale la pena subir a la primera planta, donde se encuentra su colección de reliquias y obras litúrgicas, desde donde salir a los balcones para contemplar la popular plaza de San Marcos, con toda su algarabía bajo la presencia del Campanile, otro mirador aún más privilegiado, que sirvió de faro a los barcos y que en 1902 se desplomó repentinamente. Después de su reconstrucción, diez años después, solo conserva una de sus cinco campanas originales.
También se puede visitar la Torre del Reloj y, cómo no, el Palacio Ducal, admirable edificio gótico que fuera residencia de los gobernantes. A un costado se encuentra el famoso puente de los Suspiros, en recuerdo del lamento de los prisioneros que pasaban por él rumbo a los calabozos, de donde probablemente solo saldrían con los pies por delante. El preso más insigne fue el mismísimo Casanova, quien protagonizó una rocambolesca fuga.
Una vez cumplidos los ‘deberes’ aún queda mucha tela que cortar. El tema iglesias mejor dejarlo a la improvisación, sobre la marcha, según vayan apareciendo. Cada una tiene su encanto. Por mencionar alguna del ‘top 10’, destacan Santa Maria Gloriosa dei Frari, por las obras de arte que alberga; Santi Giovanni e Paolo, panteón de los dogos; o San Giorgio Maggiore, en la isla del mismo nombre, también conocida como la “isla de los cipreses”, una buena oportunidad para divisar Venecia desde el otro lado.
Los barrios
Entre tantos callejones, puentes, pasadizos y canales no resulta fácil moverse entre distintos puntos de la ciudad. Lo más sensato es centrarse en un barrio y después saltar a otro después de reponer fuerzas con un spritz — la bebida por excelencia— y unas tapas (cichetti), a las que son muy aficionados los venecianos, en los innumerables bares (bàccari).
Siguiendo en el sestiere de San Marcos, si hay oportunidad, resulta curiosa la iglesia de Santo Stefano, con su techo en forma de quilla invertida y un campanile bastante inclinado; el Palazzo Grassi, propiedad del magnate francés François Pinault, uno de los centro de arte contemporáneo más importantes de la ciudad; o el maravilloso Teatro de la Fenice, dos veces renacido de sus cenizas y uno de los grandes santuarios operísticos del mundo. Los amantes de los museos apreciarán además clásicos como el Correr, el Arqueológico y la Biblioteca Marciana, que se visitan con el mismo tique.
Muy cerca se encuentra otra de las postales del destino, la Riva degli Schiavoni, el largo paseo frente a la laguna donde ver y dejarse ver. Administrativamente pertenece al barrio de Castello, donde se puede dar una vuelta también por el Arsenale, un espacio amurallado símbolo del antiguo poder marítimo de la Serenísima; el agradable campo de San Zanipolo, donde se encuentra la Scola Grande de San Marcos; o los Giardini, un amplio espacio verde que llama la atención en una urbe tan densa y que alberga algunos de los pabellones de la Biennale.
Al pasar a la zona de Cannaregio, el número de turistas por metro cuadrado baja considerablemente. Ese es, desde luego, su mayor interés: asistir a la vida cotidiana de la gente corriente, sin la pompa y la ostentación que se asoma ante el Gran Canal. Aquí se encuentra el Ghetto Nuevo, el barrio judío más antiguo del mundo. Como buenos comerciantes y emprendedores, los venecianos fueron de los pocos que no arremetieron contra esta comunidad, y hoy todavía conviven en armonía, con sus sinagogas y sus restaurantes de comida kosher. Hablando de otras culturas, el distrito alberga además el Campo dei Mori, con sus relieves románicos, al lado de donde vivía Tintoretto. El pintor está enterrado en la cercana iglesia de la Madonna dell’Orto, espléndido ejemplo del gótico.
Al otro lado del canal, cruzando el puente del Rialto, ya en el barrio de San Polo y Santa Croce, una de las grandes atracciones es el animado mercado del mismo nombre. Por allí despuntan también dos grandes scuola, la de San Giovanni Evangelista y la de San Rocco, esta última quizá la más importante de todas, con un gran número de pinturas de Tintoretto, entre ellas la célebre Crucifixión.
Sin contar con Giudecca, la alargada lengua que lame un costado entero de la ciudad, el último barrio que queda por explorar es Dorsoduro. El arte es uno de los hilos conductores para recorrerlo porque, además de la Galería de la Academia, acoge la Colección Peggy Guggenheim, en el inacabado palacio Vernier dei Leoni, que fuera residencia de la mecenas estadounidense; así como el Museo del Settecento Veneziano, que ocupa la majestuosa Ca’Rezzonico.
Como colofón, se puede dar un garbeo por Zattere, el paseo que va desde la Stazione Maritima hasta la Punta della Dogana, ideal para el aperitivo de los domingos. Allí se yergue la rotunda escultura que representa a dos atlantes portando un globo dorado sobre la que se sitúa la diosa Fortuna. Una buena metáfora del espíritu veneciano.
Lido
Aunque se hayan dejado decenas de sitios por visitar, lo cual no tiene mucho remedio, es bueno tomarse un respiro de tanto patrimonio histórico-artístico junto y apuntar hacia alguna de las islas circundantes. Lido, tan estrecha como prolongada, atrae por sus reminiscencias literarias y cinematográficas. Fue el lugar que inspiró a Thomas Mann para escribir La muerte en Venecia. El aristocrático Grand Hotel des Bains, escenario por donde revoloteaba el joven Tadzio en la novela y en la película de Luchino Visconti, sigue esperando el rescate de alguna gran cadena internacional para no fallecer de pura decrepitud.
Un poco más allá, al final de la playa inundada por hileras de casetas todas iguales que entorpecen la visión del mar y dan un toque paradójicamente proletario al conjunto, aparece el estrambótico hotel Excelsior, que es donde se alojan las estrellas de la pantalla grande cuando llega el Festival Internacional de Cine.
Una de las excursiones más demandadas es la isla de Murano, antiguo destino de veraneo colonizado por fábricas de vidrio que compiten por captar turistas para sus visitas guiadas y, sobre todo, colocarles piezas del afamado cristal. Además del Museo del Vetro, el tour suele incluir la iglesia de Santa Maria e Donato. Burano tiene un sabor mucho más marinero. Es la isla de los pescadores, con sus típicas casas de colores, conocida también por sus encajes. La travesía continúa hasta Torcello, que en su momento fue el embrión de ciudad. Y para los que gustan de los cementerios, la isla de San Michele, con ilustres vecinos, desde Pound hasta Stravisnki. De Venecia al cielo.