Hablar de contrastes en un destino suena a tópico, pero en el caso de Líbano es toda una realidad. Su equilibrio imperfecto, adquirido en muchas ocasiones a base de sangre, sudor y lágrimas, reúne en muy poco espacio a chiitas, sunitas, maronitas, drusos, ortodoxos, armenios y protestantes. Un polvorín. El viajero curioso apreciará el enorme interés de un país que fue la cuna de los fenicios, que alberga yacimientos romanos de primer orden y que enlaza en poco más de una hora el luminoso Mediterráneo con las montañas nevadas, donde aún sobreviven los emblemáticos cedros.
Aunque suene a tópico, el este y el oeste se dan la mano en Beirut, la capital, con todas las salvedades culturales que se le quieran poner. En sus buenos tiempos rivalizaba de alguna manera con la Costa Azul francesa en glamur, diversidad y gente con ganas de pasarlo bien, quebrando un poco las convenciones sociales. La Corniche atraía como ningún otro lugar de Oriente Medio a los más adinerados de la región para tomar un respiro de sus países de origen, desde Arabia Saudí hasta Irán, con unas costumbres mucho más estrictas. Sí, Beirut es tolerante y desinhibida.
Luego vino la guerra, una guerra larga y tremendamente destructiva, un conflicto que colgó a la ciudad el sambenito de icono mundial de la ruina y la barbarie. De hecho, durante años vivió partida en dos, con un muro que delimitaba la parte cristiana y la musulmana, condenando a muchas familias a vivir separadas sin remedio. A pesar de la profunda y persistente recesión económica y la inestabilidad política cuyos efectos se dejan sentir con frecuencia en la calle, Beirut sigue siendo una ciudad vibrante y dinámica, un lugar para divertirse, para disfrutar de sus numerosos restaurantes y bares, donde los parroquianos beben, comen y fuman con fruición. Para muchos, una combinación de lo más adictiva.
La prueba más fehaciente de la difícil convivencia entre comunidades religiosas condenadas a entenderse es la ubicación de dos de los templos más importantes de la ciudad, que se encuentran uno junto a otro, casi dándose la mano. Se trata de la catedral de San Jorge, el referente para los maronitas, una rama oriental del catolicismo que es hegemónica entre los cristianos del país, y de la mezquita de Mohammed Al Amin, que hoy por hoy es la mayor de la capital, un lugar esencial para los musulmanes, junto a la plaza de los Mártires. Su proximidad es tal que el campanario de la iglesia parece un minarete más, si no fuera por la cruz que la corona representando su credo.
Uno de los pasatiempos más queridos por los beirutíes es pasear por la Corniche, que se extiende a lo largo del extremo de Beirut Oeste, junto a las aguas y la luz del Mediterráneo. Es el lugar perfecto para ver y dejarse ver, donde las parejas, las familias y los grupos de amigos no dejan de hacerse fotos frente a las rocas Pigeon, otro de los iconos de la capital, gracias a su peculiar forma en forma de arco. Un selfi constante. Después de darse una vuelta, nada como tomarse una cerveza o fumar una shisha en uno de los cafés suspendidos sobre el acantilado. También es buena idea acercarse al Riviera Beach Lounge, con sus 10.000 m2 de entretenimiento y sus tres piscinas al aire libre, además de jacuzzis, bungalós, hamacas y espacios vip donde tomar una copa. También es un buen lugar para practicar algunos deportes acuáticos.
Detrás del paseo marítimo se alza una de las grandes instituciones educativas del país, la Universidad Americana de Beirut, una de las más prestigiosas (y caras) de Oriente Medio. El edificio, construido en 1866, es digno de una visita. Para ello hay que hacer una reserva previa con guía. Desde luego, además de sus valores arquitectónicos, es todo un oasis en medio del tráfico y el bullicio de la capital. También es un buen sitio para descubrir el ambiente de los estudiantes llegados de todas partes del mundo.
Entre las atracciones culturales imprescindibles destaca el Museo Nacional, que está en la misma ‘línea verde’, aquella demarcación de infausto recuerdo que dividió en dos a la ciudad durante 15 años, el tiempo que duró la guerra civil, entre 1975 y 1990. Las facciones musulmanas se situaron en la zona oeste y las cristianas en la parte oriental. La denominación se debe a la larga franja de vegetación que creció sobre el espacio deshabitado entre ambos frentes. A pesar del tiempo que ha pasado, algunos de los edificios circundantes aún exhiben sus heridas de guerra.
En cuanto al museo, que consiguió recuperar su patrimonio después de los destrozos provocados por el conflicto armado, lo ideal es empezar por la planta superior, donde hacer un recorrido por la historia, con especial mención al periodo fenicio, una de las civilizaciones más importantes de la antigüedad, que se extendió durante más de mil años entre los actuales territorios de Líbano, Siria e Israel. Entre sus innumerables tesoros hay que mencionar la colección de la Edad de Bronce, las piezas fenicias de vidrio, los mosaicos bizantinos o los sarcófagos de Tiro. También exhibe importantes piezas de los periodos helenístico y romano.
Los amantes del arte contemporáneo apreciarán mejor el Sursock Museum, ubicado en una preciosa mansión de principios del siglo pasado, aunque para ello tendrán que esperar a su completa rehabilitación. Fue uno de los más de 600 edificios históricos que se vieron afectados por las terribles explosiones de millones de toneladas de nitrato de amonio que tuvieron lugar en el puerto de Beirut en de 2020. El incidente que conmocionó al mundo y cuyas causas aún no se han aclarado se cobró cientos de vidas y dejó miles de heridos.
Rumbo a las montañas
La mejor manera de alejarse del mundanal ruido de la capital es poner rumbo a las montañas. El trayecto no lleva mucho tiempo. Líbano apenas tiene 10.000 m2, más o menos como Asturias, lo que permite incluso realizar excursiones de ida y vuelta en el mismo día a los principales puntos de interés. La ruta hacia el valle de Qadisha es de las más espectaculares que se pueden realizar. La zona, un tanto aislada y de mayoría cristiana, aunque con importante presencia de la comunidad drusa, está en la lista de la Unesco por sus magníficos monasterios incrustados en la roca.
El punto de partida para explorarlos es la pintoresca localidad de Bisharri, donde nació uno de los grandes del país, el poeta Khalil Gibran, autor del célebre libro El profeta, un referente de la contracultura norteamericana y de los movimientos new age. Hay un museo en las afueras del pueblo que rememora su figura entre una buena colección de pinturas del escritor, su otra gran pasión.
Caminando desde Bisharri se accede la ruta de los monasterios, uno de sus principales atractivos, sobre todo para los senderistas, señalizada por la AECID, la agencia española cooperación. Bajando por el valle, entre magníficas vistas de los pueblos colgados sobre los barrancos y los picos nevados de las montañas, van apareciendo grutas con capillas en su interior, ermitas y pequeños monasterios, como el de Deir Mar Elisha, al que también se puede llegar en coche.
Unos 5 km más allá se encuentra Deir Qannoubin, que fue residencia permanente de los patriarcas maronitas durante tres siglos, hasta 1790. Justo al lado está la capilla de Mar Marina, una santa que vivió disfrazada de monje y que fue acusada de dar a luz un hijo ilegítimo, aunque muchos prefieren pensar que salvó a un niño abandonado alimentándole con su propio pecho. Algunas mujeres a las que no les baja la leche suelen peregrinar hasta aquí para pedir su intercesión. El que aún quede con fuerzas puede seguir otros 5 km más hasta la iglesia de Saydet Hawqa, aunque hay fórmulas para hacer ciertos tramos en todoterreno.
Muy cerca, otra de las excursiones imprescindibles es la del bosque de los Cedros de Dios. El majestuoso árbol es el símbolo del Líbano, hasta el punto de adornar con orgullo su bandera. En su buena época poblaba la cordillera entera, pero su madera fue explotada por todas las civilizaciones. Hoy en día quedan pocos reductos, entre ellos el del monte Makemel, una extensión protegida por un muro de piedra que financió la reina Victoria de Gran Bretaña. Gracias a la rigurosa protección de esta especie, aquí se pueden encontrar ejemplares de más de 30 metros de altura. Son impresionantes.
De Tiro a Trípoli
La auténtica vida de la antigua Fenicia se desarrolla en la costa, como no podría ser de otra forma en una cultura de vocación tan marinera: desde Trípoli, al norte, pasando por Byblos, Beirut y Sidón, hasta llegar a Tiro, en el sur. Esta ciudad se encuentra cerca de la frontera con Israel, un país con el que Líbano aún se encuentra formalmente en guerra, aunque con cese de hostilidades. Parte de la fuerza internacional de interposición entre ambos, la UNIFIL, se encuentra bajo mando español.
Tiro es un lugar de veraneo popular entre los habitantes de la capital gracias, entre otros atractivos, a sus estupendas playas. Como muchos puntos del país, guarda vestigios de todas las civilizaciones antiguas conocidas desde su fundación, tres milenios antes de Jesucristo, desde asirios y babilonios, hasta griegos, seléucidas, romanos, bizantinos, cruzados, mamelucos y otomanos. En origen fue una isla y Alejandro Magno la conectó al continente por una lengua de tierra. De alguna forma conserva su espíritu insular, como Cádiz, que fue fundada precisamente por los fenicios con el nombre de Gádir. En 1984, Tiro fue declarada Patrimonio de la Humanidad gracias a dos importantes yacimientos arqueológicos y por la zona medieval del centro.
Después de recorrer las ruinas de Al Bass, donde destacan una calzada romana muy bien preservada bajo un imponente arco de 20 metros de altura y un hipódromo que podía albergar a 20.000 espectadores, y Al Mina, que exhibe magníficos pavimentos con mosaicos geométricos romanos y bizantinos, lo suyo es acercarse al puerto, junto al barrio cristiano, para tomarse un buen té o fumarse una shisha en una de sus terrazas, con la apacible visión de los barcos mecidos por las aguas del Mediterráneo.
La siguiente parada siguiendo por la franja costera sería Sidón, también conocida como Saida, otro de los focos comerciales en tiempos de la floreciente Fenicia y actualmente famosa por su producción de fruta y por unos dulces llamados senioura. Lo mejor aquí es darse una vuelta por el zoco de la ciudad vieja, el más auténtico del país, junto con el de Trípoli. También merecen la pena las mezquitas de Omari y Bab As Saray, el Museo del Jabón y el llamativo Château de la Mer, erigido en 1228 por los cruzados en una pequeña isla pegada a la costa y conectada a esta por un puente de piedra. El lugar es el favorito de los fotógrafos para inmortalizar a las parejas de recién casados.
Pasando de largo Beirut, la última localidad que atrae a los turistas es Trípoli, el mayor núcleo de población antes de llegar a Siria y segunda ciudad de Líbano por número de habitantes. Los cruzados dejaron aquí el mayor monumento que se conserva, la Ciudadela de Raymond de Saint-Gilles, una fortaleza con tres puertas de entrada de distintos periodos que alberga un museo, aunque lo mejor es disfrutar de sus excelentes vistas, sobre todo las que dan al escarpado barrio de Al Mina, un dédalo de callejuelas de intenso sabor local. El zoco tampoco hay que perdérselo, así como la mezquita de Taynal, si se tiene tiempo. Eso sí, hay que vigilar la vestimenta, porque la ciudad, de mayoría sunita, es de las más conservadoras del país.
Baalbek
Volviendo hacia el interior resulta interesante adentrarse el santuario de otra de las grandes corrientes musulmanas, la chiíta, en parte representada a nivel político y paramilitar por Hezbolá, el ‘partido de Allah’, considerado como una organización terrorista tanto por la Unión Europa como por Estados Unidos. Su bastión es el valle de la Becá, donde abundan las banderas amarillas características de este movimiento radical. También es uno de los principales focos de acogida de los refugiados sirios.
Es en estas tierras donde se encuentra el mayor tesoro que seguramente alberga el Líbano, las maravillosas ruinas de Baalbek, según parece las mejor conservadas de Oriente Próximo, de visita obligatoria. El santuario cananeo original en honor del dios Baal fue también una ciudad griega, la Heliópolis de los seléucidas y colonia romana, otro patrimonio de la Humanidad por derecho propio en territorio libanés. Aunque no son muy extensas, uno se podría estar aquí el día entero.
Sus tres edificaciones estrella son el templo de Júpiter, el de Venus y el de Baco. El primero exhibía las columnas más altas conocidas de la Antigüedad. Seis de ellas aún se conservan. El de Venus es el más deteriorado de todos, aunque muestra su estructura circular con columnas estriadas. En los inicios de la era cristiana fue una basílica dedicada a Santa Bárbara. Por su parte, la construcción dedicada a Baco es increíble. Según las crónicas, era la mejor decorada del imperio romano y hoy en día aún muestra su imponente esplendor.
Son difíciles de describir las sensaciones que se tienen tanto en el exterior como en su interior, entre esas líneas de pilastras corintias, las bellas hornacinas y los frisos de los que sobresalen toros y leones. En verano es escenario de un importante festival internacional. Es la vena cosmopolita y abierta de mente que libra día a día su particular batalla contra el fanatismo.