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PATAGONIA CHILENA. Donde da la vuelta el aire

Miriam González

La Patagonia chilena es el lugar donde posiblemente se inventó la expresión «espectáculo natural», un rincón del mundo que mantiene la magia de lo inalcanzable. Y es que la distancia, que fue un reto para los exploradores europeos, ha protegido la esencia de esta región modelada por las luces australes. Una fiesta donde la estepa se funde con laberintos de fiordos que bordean hielos milenarios y lagos que reflejan amaneceres de película bajo las imperturbables Torres del Paine.

Lo difícilmente alcanzable suele ser el punto de partida para que cualquier objetivo nos parezca más atractivo y la aventura de conseguirlo, más apasionante. Y llegar (casi) hasta el fin del mundo, pone la miel en la boca a cualquiera. De todas formas, con sus atrezzos naturales, la Patagonia chilena no necesitaba de más concesiones para ser uno de esos destinos que con solo nombrarlo, despierte tantos suspiros.

Llegar es sólo cuestión de tiempo: unas dieciocho horas desde España. Así es cómo empieza el regustillo de poder decir “yo estuve allí”. Más aún con el aperitivo de cruzar la cordillera de Los Andes, a los que parece que se puede saltar sin mucho esfuerzo desde la ventanilla del avión que pasa tan cerca. Unas horas más de vuelo con panorámica de glaciares y fiordos y se llega a Punta Arenas.

La entrada a Patagonia

Punta Arenas es la puerta de entrada al espectáculo patagónico y una de las primeras impresiones es que es allí donde el viento da la vuelta, literalmente. Después, hay que volver a mirar en el GPS para asegurarse de no estar en alguna ciudad costera del norte de Europa. O al menos, es la estampa más parecida —salpicada eso sí, de pintorescos edificios— la que se dibuja desde los miradores del Cerro y de la Cruz, puntos estratégicos para contemplar de lejos, con día despejado, Tierra de Fuego. Aunque la panorámica que envuelve la ciudad, responsable en cierto modo también de ponerla en el mapa, es la del Estrecho de Magallanes.

Porque la historia de esta ciudad tan remota para nosotros  y de todo el territorio no habría sido igual sin la aventura del explorador que con mucha tenacidad, en 1520, quiso acortar el paso hacia las Molucas y se encontró con el paso natural entre el Atlántico y el Pacífico. El descubrimiento de Magallanes no estuvo exento de dificultades, como demuestran los nombres que fueron dando a la geografía él y otros pioneros posteriores: Puerto del Hambre, Bahía Inútil, Paso Tortuoso… a partir de aquí, cambió la historia de la navegación y la vida ya no volvería a ser igual para los patagones, los habitantes de estas tierras, conocidos así por sus “pies grandes”.

Bien es cierto que dadas las dificultades para volver a pisar tierra —alguna expedición que otra se perdió en el intento— por la lejanía y las condiciones del lugar, hasta el siglo XIX Patagonia siguió siendo territorio inexplorado. De hecho, la fundación de la ciudad de Punta Arenas como tal se remonta a 1848. De esa época aún queda el trazado urbano, en torno a la Plaza de Armas, jalonada de edificios y casonas de estilo europeo que hoy albergan bancos, hoteles y el Club de Unión.

Con el tiempo y las facilidades para la inmigración, Punta Arenas se convirtió en una próspera urbe donde se fueron asentando colonos —americanos y europeos, especialmente croatas y españoles— que empezaron a dibujar el desarrollo económico y social de la ciudad. Así se convirtió en la capital de Patagonia y, por ende, de la región de Magallanes, con la explotación ovejera como baluarte y el sustento de la agricultura. Aún hoy, a nivel nacional, se mantiene el liderazgo de la región en la exportación de los productos de la oveja. El Monumento al Ovejero recuerda aquel pasado tan presente.

No muy lejos de allí aguarda entre la paz de sus muros uno de los atractivos más visitados de Punta Arenas. Con sus jardines y mausoleos —extravagantes en ocasiones— el Cementerio Municipal, como diría Mecano, “no es cualquier cosa”. También, como en la canción, hay mármoles en las lápidas y “apóstoles de verde” convertidos en peculiares cipreses. Quien debe estar muy ocupado entre tanta calma es El Indio Desconocido, ya que en su monumento se acumulan las ofrendas que lo han convertido en el elemento más singular del camposanto. Si Ana Torroja y los suyos lo hubieran descubierto, le habrían dedicado entera la mítica canción.

Más allá de los muros del cementerio, en concreto a una hora por carretera, las regiones de Magallanes y Patagonia entraron en la historia chilena en Fuerte Bulnes, reconstruido según el original de 1843 con el fin de anexionar estos territorios a Chile. Desde finales de 2015, el recinto se integra en el Parque Estrecho de Magallanes, una iniciativa que pretende fomentar el conocimiento de los orígenes de esta región, habitada desde hace siete mil años. El recorrido al centro de visitantes y al fuerte se completa con un paseo que lleva entre pinos y araucarias a miradores para sentir la fuerza de las corrientes que casi hacen fracasar a Magallanes en su intento.

Por la ruta del Fin del Mundo

Cuando se va por una carretera a la que denominan “del Fin del Mundo” el regustillo por estar en un lugar único avanza en cada kilómetro, en este caso hacia Puerto Natales. El camino a la capital de la provincia de Última Esperanza —otro de esos nombres agoreros que dan cuenta de los suplicios de los exploradores— está delimitado por las bucólicas estampas que van dejando la estepa o pampa.

Inevitable que surja el pensamiento elevado: la llanura poco a poco se va poblando de algo de vegetación como chochos (altramuces) o los típicos calafates cuyo fruto se encuentra en cualquier formato —pastel, licor, pisco…— en los restaurantes de la zona. El viento que acompaña desde Punta Arenas se encarga de modelar y deformar las ramas de los matorrales y arbolillos que parecen querer aferrarse al suelo. Pura poesía en movimiento.

Las primeras expediciones a Torres del Paine tenían en Puerto Natales su base y hoy en día sigue siendo el punto de referencia y partida hacia el Parque Nacional. Rodeada por un lado de granjas y cordones montañosos y, por el otro, por el Canal Señoret —con sus cormoranes, gaviotas y cisnes— la sensación al pasear por la Costanera es que esto es un muy buen anticipo de lo que aguarda en las cumbres. La ciudad también tiene su Plaza de Armas desde la que salen distintas calles con un ambiente internacional muy animado. No en vano, de aquí parten la mayoría de las excursiones a Torres del Paine.

Hacia el premio: Torres del Paine

Considerada la octava maravilla del mundo, el Parque Nacional de Torres del Paine es la meta de cualquier recorrido por la Patagonia chilena. Con tanta expectación, el camino desde Puerto Natales parece un juego de Candy Crush con la recompensa final del gran caramelo y con muchos incentivos hasta llegar al final.

Uno de esos dulces aguarda a pocos kilómetros de la ciudad: la Cueva del Milodón. Este monumento natural formado por tres cavernas, aparte de su atractivo obvio, se ha hecho famoso por haberse encontrado aquí los restos —piel y huesos— de un gran herbívoro que se extinguió hace 10.000 años. El milodón, el bicho en cuestión, se ha convertido en uno de los símbolos de la región y tan pronto se puede encontrar en forma de escultura en medio de la calle como en cualquier clase de souvenir.

Pero el macizo del Paine espera y, de nuevo en la carretera, empieza a vislumbrarse la espesura del bosque, así como la certeza de que va a ser complicado asimilar tanto paisaje ideal. Poco antes de entrar en el parque llega otro de esos acicates que hacen del camino un atractivo en sí mismo: la panorámica de las montañas con el faldón del lago Sarmiento.

El Parque Nacional, declarado Reserva de la Biosfera de la Unesco, ocupa una extensión de 242.242 hectáreas —que se recorren en 97 km de caminos— y el macizo llega a alcanzar los 3.050 m. Hasta aquí los números, que dan idea de las dimensiones, pero no de todo lo que espera a la retina. Además, el azar de la geografía y la geología han conseguido formar ecosistemas únicos, así como una climatología un tanto caprichosa, por lo que la biodiversidad está garantizada.

De nuevo los chochos y calafates van coloreando la escena, pero esta vez de forma abrumadora. Y, ventajas de un parque nacional, los animalillos no se sienten muy amenazados por la presencia humana, por lo que es posible hacerles fotos hasta el punto que incluso parece que posan. Es toda una delicia poder ver de cerca especies tan exóticas como ñandúes —algo así como avestruces menuditos— o guanacos, un familiar de la llama andina, cuya mordaz defensa es escupir a los curiosos poco precavidos.

Las mejores galas de la Naturaleza

El macizo del Paine es el eje central del parque, o al menos, la foto más buscada. Está formado, entre otros, por los picos Paine Grande, los Cuernos del Paine, Almirante Nieto, Paine Chico y cómo no, las emblemáticas Torres del Paine, tan coquetas, que es cuestión de suerte verlas en su totalidad ya que acostumbran a cubrirse con nubes.

Los amantes del trekking están de enhorabuena, porque hay dos circuitos —la “O” y la “W”—, que permiten ver en su plenitud todo el macizo, así como los saltos de agua, bosques, lagos y el perenne manto blanco del Campo de Hielo Sur. Precisamente ahí nace el Lago Grey, la vía de acceso —navegable— para alcanzar el imponente glaciar del mismo nombre.

Desde el hotel Lago Grey, ubicado dentro del parque, se puede navegar por el lago en un barquito que se acerca y mucho a los enormes gigantes de hielo. La travesía dura un total de tres horas y aunque haga sol, la sensación de navegar de cara al aire glaciar pone los pelos de punta, y no sólo por el frío. Si se combina con un whisky —también vale el pisco sour— aderezado con los hielos milenarios que se desprenden del glaciar, la experiencia es de escándalo.

Ya en tierra firme the show must go on… y las luces australes cobran todo el protagonismo al amanecer. Como en un baile orquestado, los picos del macizo del Paine van descubriéndose poco a poco y se dejan mimar por tonalidades que van del morado al rojo. Otra de esas sensaciones que alimentan el ego por tener la oportunidad de participar en esta fiesta natural. Para culminar, la foto desde el Lago Pehoé con los Cuernos reflejados en sus verdes aguas es una de esas imágenes que pasan a engrosar la lista de favoritos de cualquier retina.

Ya de vuelta a Punta Arenas, conviene pasarse por la Plaza de Armas hasta llegar a la regia estatua de Magallanes y bajo la misma, se encuentra la figura del indio Aónikenk. Si se le besa o se le toca el pie, dicen que el regreso a Patagonia está asegurado. Concluido el ritual, sólo queda esperar que se cumpla para volver a sumergirse en la magia de la naturaleza.

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