
Uzbekistán, un país seco y sin salida al mar, con el 90% de su casi medio millón de kilómetros cuadrados formado por montañas y desierto, cuenta con un atractivo turístico único, la famosa Ruta de la Seda. El primer itinerario comercial de la historia es una formidable sucesión de mezquitas, fortalezas de adobe, madrasas y bazares orientales donde en sus tiempos se vendían las mejores sedas, perfumes y especias. Aunque el transporte marítimo y aéreo acabaron con este cruce de caminos entre el lejano Oriente, el norte de África, Persia y Europa, su mítico recorrido y su profundo legado cultural siguen seduciendo a turistas de todo el mundo.
El viaje por las tierras uzbekas puede iniciarse en Samarcanda, una ciudad contemporánea de Roma, levantada entre los ríos Amu Daria y Sir Daria, que fue el centro del mundo, al convertirse en capital de la Ruta de la Seda y del imperio de Tamerlán. Muchos historiadores la denominaron ‘Perla de Oriente’ y lo cierto es que sus edificios siguen asombrando al visitante.
Es el caso de la mezquita Bibi Khanum, la más grande de Asia Central, cubierta de bellos azulejos, mármoles tallados y pinturas, con una fachada que alcanza los 35 metros. La construcción, en la que podían rezar más de 10.000 fieles, fue considerada una de las más vanguardistas del siglo XIV. Se cuenta que las obras terminaron en cinco años, desde 1399 a 1404, gracias a la ayuda de 95 elefantes de la India que transportaron grandes bloques de piedra.
Desde esta mezquita, reconstruida en 2004 tras un gran terremoto sufrido en 1898, no queda lejos la necrópolis de Shah-i-Zinda (‘el rey vivo’), una auténtica avenida de mausoleos ideal para apreciar el arte islámico y las filigranas de mosaicos más hermosos de la ciudad. El lugar sirvió en su origen para alojar ricas mansiones y se convirtió después en lugar de enterramientos, con majestuosas tumbas decoradas con fragmentos del Corán en caligrafía árabe. Su escalera de acceso, de 40 pasos, permitía a los peregrinos purificarse de sus pecados siempre que al ascender y bajar contarán el mismo número de pasos. Si no lo lograban, tenían que subirla de nuevo y rezar con más intensidad.
Otro mausoleo muy apreciado en esta ciudad es el erigido en honor a Amir Timur, más conocido como Tamerlán, responsable de que Samarcanda se convirtiera en la capital de un poderoso imperio que se extendía desde el Cáucaso hasta el Golfo de Omán y desde el Éufrates hasta el Indo. ‘Timur el Cojo’, de donde proviene su apodo en persa, fue el mayor conquistador del siglo XIV, todo un héroe hoy en día en Uzbekistán. Está enterrado en una llamativa tumba de jade junto a sus hijos y sus nietos, un mausoleo que asombra por su imponente cúpula azul celeste y sus bóvedas doradas adornadas con brillantes mosaicos.
El edificio se levantó en el siglo XV, al igual que la plaza de Registán (‘lugar de arena’), el complejo arquitectónico más importante de la Ruta de la Seda en este país. En sus tiempos fue un bazar medieval que se transformó en el lugar donde se escuchaban las proclamaciones reales, en medio de un ruidoso mercado donde se convivían mezquitas, baños públicos y puestos comerciales, el espacio favorito de los habitantes de Samarcanda, donde compartían noticias y se enteraban de todo.
Actualmente, ese viejo corazón de la ciudad está rodeado por tres madrasas con azulejos de los colores asociados a la Ruta de la Seda: azul, oro, añil y lapislázuli. Cuando brillan durante el amanecer y el atardecer resultan especialmente bellos. Ulugbek, la más antigua de ellas, se distingue en su fachada por un arco ojival adornado con mosaicos policromados que representan motivos de estrellas, aunque los más elaborados son los de Sher Dor, con figuras de animales y geométricas.
LOS MERCADOS DE BUJARÁ
A 270 km de Samarcanda que se cubren en apenas dos horas, gracias al Talgo español que opera en este país, se alza Bujará, la ciudad de la poesía, que parece un escenario de cuento de hadas, con sus mezquitas, madrasas y mausoleos. La urbe surgió como centro intelectual y de conocimiento para los viajeros que llegaban en caravanas y buscaban reposo en los caravasares, las posadas de la ruta en el siglo XVI. De hecho, hasta hace un siglo la ciudad estaba regada por una red de canales y estanques —unos doscientos— donde la gente se reunía, bebía y se lavaba. Como el agua no se cambiaba con frecuencia, las plagas sacudían de vez en cuando y muchos morían sin llegar a cumplir los 40 años. Los rusos modernizaron este sistema y drenaron los estanques, como el de Lyabi-Hauz, ahora un oasis repleto de cisnes en el que los uzbekos desayunan, meriendan o se toman un refrigerio.
El gran aliciente de Bujará es visitar los monumentos de esta ciudad sagrada que pueden ser recorridos a través de sus calles peatonales. También los viajeros de hoy disfrutan aquí practicando el shopping, sobre todo alfombras, instrumentos musicales o telas Ikat, las mismas que cautivaron incluso a Giorgio Armani. La zona más próxima a la plaza Lyabi-Hauz acoge una asombrosa red de bazares interconectados. Son especialmente interesantes el de los joyeros (Toki Zargaron), los sombrereros (Toki Telpak Furushon) y los cambistas de dinero (Toki Sarrafon). Los pasajes y recintos abovedados se despliegan por la ciudad vieja junto a los antiguos caravasares convertidos en centros de artesanía.
La oferta monumental de Bujará es muy amplia. Uno de los imprescindibles es el complejo de Poi Kalyán, el lugar más emblemático de la ciudad, con su minarete del s. XI y 48 m de altura. Hasta hace muy poco tiempo podía visitarse en su parte más elevada, superando 105 escalones; ahora está prohibido por motivos de seguridad. Esta majestuosa columna, auténtico faro de la Ruta de la Seda, tuvo muchas utilidades, como divisar al enemigo a 40 km de distancia o arrojar a los prisioneros condenados a muerte, según se dice de la época de Gengis Kan, además de llamar a los fieles a la oración. Lo cierto es que ha resistido a todo tipo de guerra y fenómenos naturales, terremotos incluidos.
En la misma plaza sobresale también la madrasa Mir-i-Arab, con sus dos llamativas cúpulas de color azul en los laterales, donde estudiaban los futuros imanes, aunque la mirada siempre se dirige hacia el mágico minarete, sobre todo al atardecer, cuando el cielo se tiñe de rosa y la vieja torre se ilumina artificialmente.
También resulta interesante adentrarse en la Fortaleza Ark, la última residencia de los emires de Bujará, erigida en el siglo V, para entender cómo vivían las 3.000 personas que levantaron sus casas en el interior durante la época de máximo esplendor de la Ruta de la Seda. Allí se defendieron de Gengis Kan antes de ser aniquilados. Bajo sus muros, a unos pasos ya en la ciudad vieja, hay que pasear por el barrio antiguo, que conserva ruinas de los campamentos que acogían a las caravanas a lo largo de un auténtico laberinto de calles. Hay que animarse a probar el pilaf, el plato tradicional del país, elaborado con arroz, cordero estofado y garbanzos en caldero de cobre.
PARADA DE CARAVANAS
En el extremo suroeste de Uzbekistán, ya muy cerca de Turkmenistán, sorprende igualmente Jiva, a unas siete horas por carretera desde Samarcanda, otro enclave medieval donde es fácil imaginar su aspecto hace cinco siglos, porque su arquitectura tradicional y sus calles empedradas se han conservado perfectamente. Aquí destaca Itchan Kala, el primer monumento de Asia Central declarado Patrimonio Mundial por la Unesco, y no es de extrañar.
El complejo de 26 hectáreas, con 4 puertas, 8 mezquitas, 31 madrasas, 14 minaretes, 12 mausoleos y 6 palacios es magnífico, todo un escenario que traslada al visitante a los cuentos de Las mil y una noches. Aquí se comerciaba con seda, jade, víveres y especias y se intercambiaban conocimientos científicos de otros países, a la par que funcionaba un agitado mercado de esclavos.
Esta era la última parada de las caravanas antes de atravesar el desierto de Irán en una ruta extenuante y compleja por sus inhóspitos territorios. Los uzbekos la consideraron su capital después de 1592. En su recorrido hay que visitar el minarete de Kalta Minor, de 1859, junto a la puerta oeste de Ota-Darvosa, que tenía previsto alcanzar una altura de 80 m, pero se quedó en 29 porque su impulsor, Muhammad Amin Khan, fue asesinado durante su construcción. Aun así maravilla con los colores de sus azulejos, así como las 213 columnas de madera interiores, todas con diferente decoración, que ocultan la mezquita de Juma o los pasadizos de la fortaleza Kunya, utilizados por el khan para estar con sus cuatro esposas y un harén de 40 concubinas.
TASHKENT
El póquer de puntos imprescindibles en la Ruta de la Seda se completa en Tashkent, la capital de Uzbekistán, una ciudad con 2.200 años de historia donde se venera a Tamerlán, el guerrero que la reconstruyó tras la invasión mongola, aunque sus calles hoy reflejan el impacto del régimen comunista del siglo XX con algún guiño arquitectónico a Occidente, presente también en la cantidad de coches Chevrolet que pueblan el tráfico habitual de calles.
Hazrat Imam (s. XVI-XVIII) es el complejo más visitado de la antigua Shash, con sus tres mezquitas y dos madrasas donde se custodia el Corán de Osmán, concretamente en la de Barak Khan, un ejemplar de casi 300 páginas escritas a mano en el siglo VII, uno de los más antiguos del mundo y fuente originaria del libro sagrado del Islam. Tampoco le va a la zaga el bazar Chorsu, un mercado centenario poblado de puestos de carne fresca, frutos secos, salchichas de carne de caballo o el mejor pan del país. Es buen lugar para probar los platos más tradicionales como el pilaf, el shahlyk o la shurpa caliente.
La atmósfera soviética se respira en el metro de Tashkent, el primer transporte subterráneo de Asia Central, inaugurado en 1977. Hasta junio de 2018 estuvo prohibido tomar fotografías de sus estaciones, que recuerdan de algún modo a las de Moscú. En ellas no faltan materiales valiosos, como el mármol, el granito, el vidrio, los esmaltes, la cerámica o el alabastro tallado. Su iluminación también es muy interesante. Las estaciones de Paxtakor, Mustaqillik Maydoni, Gafur Gulom, Alisher Navoiy y Kosmonavtlar sorprenden a los usuarios de un transporte barato donde los haya, unos 14 céntimos de euro por viaje.
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